Seguro que como lector/a de esta revista tendrás una cierta idea de cuál es el valor de una biblioteca pública. Y es que es probable que, acorde a los nuevos tiempos, esa respuesta esté relacionada con aquello para lo que sirve la biblioteca pública. Me explicaré.

La biblioteca pública es una institución dedicada a la cultura en un sentido amplio. Si bien durante un periodo de la historia moderna a la cultura se la asoció una cierta áurea de superioridad, de elitismo, ahora ya no es el caso: como público y como ciudadanos somos mucho más precavidos ante la imagen elitista y excesivamente bondadosa de la cultura. Pero eso no quiere decir que no la tengamos en alta estima, y normalmente esa estima está relacionada con aquello para lo que creemos que sirve la cultura (ya sea hacernos mejores personas, más inteligentes, mejores ciudadanos, o lo que sea).

Algo parecido sucede cuando hablamos de la biblioteca pública. Por buenos motivos nos hemos vuelto reacios a considerar que la biblioteca pública es una especie de templo sagrado para la “mejora” de “los ignorantes”, pero seguimos considerando que la biblioteca pública tiene valor por aquello para lo que sirve. Y según el discurso contemporáneo sobre la biblioteca pública, aquello para lo que sirve bien puede ser algo como “crear comunidad”, “fomentar la cohesión social”, “contribuir al desarrollo de las sociedades”, y etcétera.

Ese discurso se refleja en la tendencia a realizar estudios que mediante el uso de indicadores buscan medir el retorno de la inversión (ROI) de la biblioteca pública, 

una medida que permite comparar el beneficio que se obtiene en relación a la inversión realizada: en apariencia, si ese ROI fuera positivo tendríamos un buen argumento para defender a la biblioteca pública frente a aquellos que creen que dicha institución es un gasto. Si bien creo que en España la biblioteca pública no corre un peligro inmediato (porque la cultura tiene buena prensa y da votos), recordemos el caso del Reino Unido: se produjo un cierre masivo de bibliotecas, la reconversión de los centros restantes y un recorte de plantilla, todo ello supuestamente para mejorar su rendimiento y ahorrar en costes. 

La biblioteca pública tiene que justificar su existencia porque, como equipamiento municipal, representa un gasto (o, mejor, una inversión) del dinero del contribuyente que ha de ser fiscalizado convenientemente (como por otra parte ha de suceder con todo gasto público. Los estudios de ROI y el uso de indicadores son, en teoría, una buena forma de hacerlo. No obstante, son instrumentos que también presentan problemas.

El primero de ellos es obvio: ¿qué pasa si nuestro estudio de ROI resulta en un valor negativo? Es decir, ¿qué pasa si al finalizar el estudio nos damos cuenta de que nuestra biblioteca tiene más gastos que beneficios ofrece? No es una situación imposible: podría haber centros que, por los motivos que sea, están infrautilizados con respecto al gasto que supone su funcionamiento (gastos en personal, en mantenimiento del edificio, en la colección, …). ¿Qué tendríamos que hacer con esos centros en vista de un ROI negativo?

El segundo de ellos es más de base: los estudios de ROI son una estrategia a la defensiva. El recurso a los indicadores asume que quienes deciden (los políticos y demás autoridades públicas) ya no entienden otro lenguaje que el de los números; y ello a su vez nos priva de la necesidad de repensar cuál es el valor de la cultura más allá de cálculos utilitarios y de tópicos manidos. Y esa labor de repensar el valor de la cultura parece de lo más necesaria: si nosotros mismos como profesionales no sabemos transmitir por qué la cultura es importante, sin recurrir al utilitarismo o a los tópicos, ¿cómo podemos esperar que la ciudadanía tenga claro cuál es el valor de una biblioteca pública?

Todo este embrollo del valor de la cultura y de lo inconveniente de la lógica utilitarista  lo trata Antonio Monegal en su obra Como el aire que respiramos: el sentido de la cultura (editada por Acantilado). No quiero hacer aquí una reseña del libro, sino traer algunas ideas para invitarte a contemplar de otra forma el valor de la cultura y, en particular, de la biblioteca pública.

Monegal expone como base de su libro lo ya dicho: defender el valor de la cultura sobre la base de aquello para lo que sirve, o sobre unas supuestas bondades, o sobre unos fríos datos, tiene inconvenientes. Esas bondades pueden ser discutibles (¿de verdad que leer nos hace mejores personas?), o quizá haya buenos motivos para afirmarlas (sí, la biblioteca contribuye a “crear comunidad”) pero se utiliza una lógica que le es ajena (la de los números e indicadores, que tiene sus propios problemas), dejándonos con un discurso a la defensiva. ¿Qué hacer entonces?

Un buen lugar donde comenzar, nos dice Monegal, es repensar lo que entendemos por “cultura”. Para la mayoría de la población, la cultura es un conjunto de manifestaciones, materiales o más etéreas: libros, películas, obras de teatro, conciertos, … Eso es cierto, dice Monegal, pero sólo es una forma de entender qué es la cultura. Hay otro sentido del término mucho más amplio: algo así como las normas, los valores, las conductas y las historias que comparte un grupo humano y que, a la vez, contribuyen a formar a ese grupo humano como tal. Es algo parecido a cuando hablamos de, por ejemplo, la “cultura japonesa”: nos referimos a los productos tangibles de esa cultura, pero también a los comportamientos y demás de ese grupo humano.

Entender la cultura en ese sentido más amplio tiene una gran ventaja: destacar el hecho de que los humanos no podemos vivir sin cultura. Literalmente.

Y es que aunque la ciencia nos ha enseñado que el animal humano no es el único que posee cultura en sentido amplio (por ejemplo, los chimpancés y las orcas también dan muestras de ella), el ser humano sigue siendo el animal cultural por excelencia. Todo lo que hacemos y todo lo que somos está impregnado de cultura. La cultura es irrenunciable porque, sencillamente, somos un tipo de animal que jamás podrá desligarse de ella. Pero no sólo por eso.

La cultura, en ambos sentidos (el más amplio y el más concreto) nos hace cosas: nos permite comprender el entorno natural y social en el que vivimos, y nos da herramientas para cambiarnos a nosotros mismos y a ese entorno. Los libros, películas y demás que consumimos ávidamente son un producto de la cultura en sentido amplio (de las normas, historias y costumbres de un grupo humano), pero a su vez contribuyen a ponerla en duda, a repensarla, a transformarla, y con ello también contribuyen a cambiarnos. La cultura, nos dice Monegal, es una caja de herramientas. No hay garantías de que esos cambios vayan a ser para bien, y por eso no deberíamos caer fácilmente en los tópicos sobre la bondad de la cultura (o de la lectura, en nuestro caso). Pero la transformación que posibilita la cultura, y su irrenunciable existencia para los humanos, son para Monegal dos argumentos mucho más de peso que cualquier consideración instrumental. Supone cambiar el peso de nuestro discurso: en lugar de “la cultura es importante porque sirve para”, ahora tendríamos “la cultura es importante por lo que nos hace”. Escapamos así de la lógica mercantil, del discurso a la defensiva sobre el valor de la cultura, para armar un discurso más sólido y proactivo sobre ese valor y sobre su importancia.

Al leer el libro de Monegal no pude evitar pensar constantemente en la biblioteca pública, y espero que a estas alturas haya quedado claro por qué. Sí, a falta de otra cosa los estudios de ROI y los indicadores son necesarios para convencer a los políticos y a los ciudadanos más escépticos, pero si queremos seguir reivindicando el valor de la biblioteca pública más allá de lo que digan unos números (que, según el caso, no siempre serán positivos); y si queremos hacerlo sin caer en los tópicos bienpensantes más manidos, necesitamos ampliar el foco sobre lo que es la cultura, y qué nos hace. Y eso que nos hace es hacernos humanos en un sentido muy real, además de ofrecernos una caja de herramientas con la que actuar sobre el mundo y cambiarlo. Teniendo en cuenta los retos planetarios del futuro inmediato, no parece poco.

Acabo con unas palabras que Monegal dedica justamente a la biblioteca pública:

Si en lugar de entenderla como un espacio físico y una colección de unos objetos llamados libros, asumimos su diseminación por todos los rincones de la vida cotidiana y su presencia en una pluralidad de dispositivos, incluidas nuestra propia memoria y configuración mental, nos acercaremos a lo que significa la cultura como repertorio de modelos y opciones para la vida. (p. 48)

*Este artículo se publicó originalmente en la newsletter Biblioteconomía de guerrilla. Podéis suscribiros a la newsletter aquí



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